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La democracia en Europa (página 2)




Enviado por Aida A.



Partes: 1, 2

No obstante, la creación del federalismo
estadounidense no fue una creación ex nihilo,
sino que partía, según Tocqueville, de cuatro
condiciones: el hábito de autogobierno local, el lenguaje
común, una clase política abierta
dominada por juristas y ciertas creencias morales compartidas.
Otra de las condiciones era que las Trece Colonias no
habían gozado nunca de soberanía y, por lo tanto, no fueron tan
reticentes a determinado tipo de cesiones como los
Estados-nación
europeos.

Si analizamos el resultado del federalismo
norteamericano, llegamos a la conclusión de que el
éxito
del gobierno
representativo a escala
continental depende de la creación y mantenimiento
de una cultura de
consenso, marcada por una supervisión voluntaria del escepticismo, en
la que el cinismo respecto al proceso de
elaboración de las leyes queda en
suspenso merced a una confianza en la ley que emana de
la convicción de que ésta puede cambiarse si no
representa adecuadamente la voluntad popular.

Otro resultado en el caso estadounidense es un creciente
patriotismo, pues se consigue que la democracia se
funda con la identidad y el
orgullo nacionales. Por eso los estadounidenses no ven su
expansión como imperialista, sino como extensión de
la democracia.

Actualmente el principal problema que plantea el
proyecto de
integración política europea es si
la unificación debe atravesar una fase más o menos
despótica. Siedentop piensa que en Europa la
sociedad civil
se ha desarrollado tanto que una ulterior integración
europea no tiene por qué implicar una fase
despótica similar a la de la formación del anterior
Estadonación.

Sin embargo, la conciencia de
clases y la lucha por los derechos de determinados
sectores desfavorecidos (negros, homosexuales, etc.) comporta un
nuevo riesgo de
centralización del poder.
Además, si una institución central atrae todo el
poder para sí, sólo conseguirá enfrentar una
región a otra, un grupo o
cultura a otros.

Otra amenaza respecto al reparto de poder en Europa es
que en una sociedad donde
todo el mundo es formalmente igual hay una fuerte tendencia a
oponerse al liderazgo de
todo aquel que sea de la propia comunidad,
existe una fuerte propensión a considerar menos humillante
escoger como líder a
alguien desconocido. Esta inclinación subvierte en
última instancia el reparto del poder.

¿Dónde están nuestros
Madison?

Nuestro objetivo
debiera ser crear una cultura del consenso en Europa. Pero
existen dos peligros: el primero, que los conflictos
entre naciones puedan transferir el poder al centro. El segundo
es que los perdedores de esas confrontaciones se refugien en el
orgullo nacional, considerando un opresor extranjero al Estado
europeo.

El federalismo es un sistema
político que permite combinar las ventajas de los
Estados pequeños y los grandes sin algunas de las
desventajas de cada uno de ellos. Los pequeños Estados
tienden a ser introspectivos, bien ordenados y resistentes a la
tiranía, sus limitaciones son la estrechez de miras, la
intolerancia y la vulnerabilidad a las agresiones. Las ventajas
de un Estado grande son que abre las mentes y alienta las
ambiciones mediante una gama más amplia de intereses y la
multiplicación de las ideas.

Respecto a su principal perjuicio dijo
Tocqueville:

"La ambición de las personas crece con el
poder del Estado; la fortaleza de los partidos con la importancia
de los objetivos que
asumen. Pero el amor por el
propio país que debe combatir esas pasiones destructivas,
no es mayor en una república grande que en una
pequeña".

En principio el federalismo tendría que ser un
medio para combinar las ventajas de las diferentes escalas de
organización política. Uno de los
Padres Fundadores de EE.UU., James Madison, lo definió
como "república compuesta".

En Europa se echan en falta pensadores como los que hubo
en las Trece Colonias. Esta falta de debate se debe
a que la gente piensa que Europa no está en crisis,
mientras que las Trece Colonias sí lo estaban. No existe
la sensación de que sea urgente concentrarse en Europa.
Sin embargo, tal crisis existe como resultado de la
reunificación alemana. Desde entonces, Francia ha
acelerado el proceso de integración europea para vincular
a Alemania en
una unión más estrecha, partiendo de que la
unificación europea es necesaria porque:

  • 1. Sirve para prevenir la guerra en
    Europa.

  • 2. Perfecciona y mantiene el Mercado
    Común y el Euro.

  • 3. Controla y restringe el poder alemán
    otorgando participación a otros en el gobierno de
    Alemania.

  • 4. Europa se convertirá en uno de los
    grandes bloques de poder del mundo.

Dentro del debate es importante discernir dos
cuestiones: la soberanía nacional y la autonomía y
es este último punto el que más
preocupa.

Por otra parte, Siedentop considera que los
Estados-nación europeos son lo suficientemente
frágiles como para proyectar serias dudas sobre la
facilidad de su posible difusión a escala paneuropea. Un
ejemplo de ello es las recientes experiencias comunistas en
Alemania del Este, las actuales corrientes derechistas y
xenófobas, etc.

Da la impresión de que el problema de gobernar
Europa ha pasado a otras manos. En el siglo XIX Saint-Simon
predijo que el ejercicio del poder pasaría a la
administración de la sociedad por banqueros,
industriales y científicos: "el gobierno del pueblo
será reemplazado por la administración de las cosas".
Hoy en
día se han sustituido los objetivos de anteriores
gobernantes, como la gloria nacional o dinástica, por una
nueva "divinidad", que es el crecimiento
económico. La prosperidad económica lograda
desde la II Guerra Mundial ha
contribuido a subvertir el lenguaje
tradicional de la política, sustituyé4ndolo por el
de la economía. Esto se puede denominar
"economicismo".

El economicismo está profundamente arraigado en
el proyecto europeo, ya con la creación de la CECA. Esto
ha supuesto un cambio de
papeles: el de ciudadano por el de consumidor. El
economicismo ha transformado la ideología neoliberalista, entrando en
competencia dos
versiones de dicha ideología. Cada una de ellas insta al
individuo a
imaginarse en una situación diferente: la primera le
ofrece los deleites hedonistas de un supermercado, la segunda las
sobrias garantías de un tribunal. No obstante se echa en
falta que el individuo se vea, además como consumidor y
como litigante, como ciudadano.

Una forma de conciliar esta ruptura entre mercado y ley es
el constitucionalismo en un clima de consenso
llevado a cabo por una ciudadanía activa.

El dilema de la
democracia moderna

Ningún Estado puede pertenecer a la UE a no ser
que sea democrático. La lucha por la democracia ha sido
uno de los más importantes rasgos del siglo XIX y
XX.

El concepto de
democracia viene del mundo antiguo, pero existe una nueva
concepción que distingue:

Democracia simpliciter: se emplea para
identificar y rechazar alguna forma de opresión. Divide el
mundo entre "ellos" y "nosotros".

Gobierno democrático y sociedad
democrática: En el siglo XVIII la demanda de un
gobierno democrático estaba asociada al discurso del
"republicanismo clásico" o de la "ciudadanía",
mientras que las apelaciones a una sociedad democrática o
a la igualdad civil
estaban vinculadas al discurso de la "sociedad civil". Ambos
conceptos han sido objeto de fricciones, pues es difícil
distinguirlos.

En el discurso de la sociedad civil destacan tres
conceptos importantes: autonomía personal,
derechos
humanos y pacto.

Cuando el derecho a mandar y el deber de obedecer ya no
se encarnan en dos papeles sociales separados, asignados al
nacer, se deduce que la libertad es un
derecho de nacimiento que ha de ser reconocido en todos por
igual.

Respecto a los derechos humanos, la sociedad civil
constituye una esfera en la que los individuos pueden escoger con
arreglo a su conciencia bajo la protección de unos
derechos.

También se pone énfasis en el modelo
contractual de la sociedad, que implica un papel central para la
capacidad de elección, para unas relaciones sociales
gobernadas por la igualdad y la reciprocidad. Las obligaciones,
para ser realmente tales, deben ser asumidas personalmente. El
resultado es que en este discurso la libertad no describe ya una
posición social superior, el estatuto del ciudadano. En
lugar de ello, se convierte en un principio moral, un
principio al que todos pueden aspirar. Por eso la "libertad por
igual para todos" constituye el núcleo del pensamiento
liberal moderno.

Cómo
perdió su voz Gran Bretaña

Algo que no podemos perder de vista a ningún
precio son los
beneficios de la autonomía. En los siglos XVIII y XIX esta
visión presidió la ardua lucha por crear un
Gobierno representativo o unas instituciones
"libres" en el continente europeo. Esto nos lleva a Gran
Bretaña por dos razones: primero porque fue el país
que creó el Gobierno representativo moderno, segundo por
la peculiar naturaleza del
Estado británico.

Aunque Gran Bretaña creó el Gobierno
representativo, hoy pone trabas para el desarrollo
futuro de este tipo de gobierno en Europa. El motivo puede
residir en la ya mencionada naturaleza del Estado
británico: lo cierto es que este país ha perdido la
voz, tras haber liderado el liberalismo. A
Gran Bretaña se la ve desprovista de entusiasmo por los
grandes ideales o causas. Los observadores extranjeros incluso
detectan signos de que
las libertades civiles no quedan suficientemente garantizadas por
el sistema
político británico y de que, al parecer, despiertan
poco interés
entre el público en general. Está claro que hay
algo que ha provocado la fragilidad del liberalismo
británico.

Toda sociedad estable se apoya en una visión
compartida del mundo, una manera de ver las cosas que hace
posible la existencia de expectativas afianzadas y proporciona
vías tanto para la cooperación como para el
enfrentamiento pacífico. En ausencia de tales creencias
compartidas, a los miembros de una sociedad no se les ofrece
ningún modelo de ambición inteligible. Son
expulsados al mundo con sólo fragmentos de identidad. Al
carecer de un punto de vista o núcleo de identidad, les
resulta difícil seguir un camino consistente en la vida.
La sociedad británica no ha proporcionado
últimamente ese punto de vista a sus miembros. En las dos
últimas décadas otras sociedades
europeas se han adherido formalmente a los principios
liberales, redactados en forma de constituciones escritas, la
sociedad británica ha seguido buscando la unidad
más en las formas que en las ideas. No ha alentado las
discusiones ideológicas y ha preferido confiar en el
espíritu cívico como
aglutinante de su sociedad. La "decencia" y el "sentido
común" han sido sus lemas. La sociedad británica se
enorgullece de ser una "Iglesia
abierta". Pero este enfoque pragmático, asociado al logro
temprano de un gobierno representativo en Gran Bretaña, ha
tenido un alto precio. El país ha buscado el consenso en
un modo de proceder, en la soberanía parlamentaria. Pero
se trata de un modo de proceder que no está formalmente
limitado por principios liberales.

Hoy en día, la situación de Gran
Bretaña transmite a Europa un mensaje de dos caras. La
primera cara es triste. En este momento, este país
está en mala posición para actuar como guía
constitucional de Europa, ya que ella misma se encuentra inmersa
en una importante crisis constitucional. Mientras que los
antiguos miembros de la clase política inglesa mantienen
actitudes
basadas en la autonomía local y una forma descentralizada
de Estado, los jóvenes han sido formados con arreglo a un
modelo mucho más centralizado del Estado; en algunos
aspectos, el más centralizado de Europa. Los mecanismos
informales para la transmisión de viejas normas
constitucionales han sido destruidos, poniendo descaradamente de
relieve hasta
qué punto la soberanía parlamentaria no representa
barrera formal para una centralización indefinida del
poder. El peligro está en que en Gran Bretaña pueda
llegar a desarrollarse un esquema previamente asociado con
algunos Estado del continente –un uso despiadado del poder
central entremezclado con reacciones violentas ocasionales desde
la periferia-, justo en el momento en que el avance hacia la
unión
europea está poniendo los asuntos constitucionales a
la cabeza de la agenda europea, otorgando un nuevo protagonismo a
la cuestión de las relaciones entre el centro y la
periferia.

Por qué
son importantes las constituciones

La importancia de las constituciones reside en que
recopilan aquellas cosas que sus sociedades dan por
sentado.

A partir de la Alta Edad Media se
creó en Europa un tipo de Gobierno especial: el Estado,
cuya autoridad
soberana está atribuida por la Constitución (escrita o no).

Comprender la conexión entre el Estado y el
valor de la
igualdad es importante para la reforma de los Estados
occidentales existentes o el intento de crear un nuevo Estado
federal en Europa. Así pues, a la hora de evaluar posibles
ventajas y desventajas, nuestra tarea es triple: en primer lugar,
hemos de tener claro en qué difiere el Estado de otras
formas de
gobierno. En segundo lugar, hemos de comprender por
qué el Estado tiene como corolario un modelo particular de
sociedad, un modelo igualitario. Y en tercer lugar, hemos de
establecer qué ventajes, de existir alguna, podría
tener una Constitución federal (en comparación con
una Europa de Estados-nación), para la sociedad civil en
Europa. ¿Podría el federalismo prestar mejor
servicio a las
causas de la justicia, la
libertad y la dignidad
humanas que una Europa de Estados-nación? Al fin y al cabo
eso es lo importante.

Las Constituciones son importantes porque pueden
organizar el poder público tanto para maximizar como para
minimizar el impacto del valor igualitario "impulsado" por el
Estado.

Hay un criterio incorporado a la idea misma del Estado
que limita el alcance de la estructura
social: en toda sociedad constituida por un Estado el
individuo adquiere un rol organizador o primario. Es por eso por
lo que el Estado implica un modelo igualitario o individualista
de la sociedad.

Otra cosa que ha desconcertado durante largo tiempo a los
filósofos políticos es por
qué los individuos sienten una especie de
obligación prima facie o instintiva hacia el
Estado bajo el que viven, incluso aunque la Constitución
de ese Estado no llegue a ser democrática; de hecho aunque
el Estado no haya transformado aún la sumisión por
igual, instaurada por la soberanía, en su primer sucesor
legítimo, el principio de igualdad ante la ley. Las
respuestas a esta pregunta derivan dicha obligación bien
del papel del Estado en la instauración y la
protección de derechos humanos básicos o bien de su
función
como proveedor de servicios o
bienestar, en la maximización de la satisfacción de
las necesidades. Pero tales razonamientos no parecen llegar nunca
al fondo de la cuestión. No llegan a identificar el papel
que desempeña el Estado a la hora de fundamentar la
identidad del individuo y por tanto no reflejan lo que
podríamos llamar la demanda apriorística de
autoridad sobre el individuo por parte del Estado.

El Estado no debe combinarse con una estructura
social cualquie4ra. Más bien la soberanía del
Estado introduce un modelo igualitario o individualista de
sociedad. Sus presupuestos
alientan la idea de lo que hemos dado en llamara "una sociedad
civil". ¿Qué es lo fundamental en la idea de una
sociedad civil? El hecho de que la igualdad atribuida por los
Estados a los individuos cree, al menos en potencia, una
esfera de libertado o de opciones individuales, una esfera
privada de acción.
Dado que ya nadie nace con la obligación intrínseca
de obedecer a otro individuo, toda sociedad constituida por un
Estado cuenta con un potencial liberador. Las creencias y
prácticas asociadas con el Estado suministran la base para
separar la esfera pública de la privada, definida esta
última como aquella en la que la libertad de opción
puede y debe gobernar los propios actos.

Si pensamos en el Estado federal, existen notables
diferencias.

Un sistema federal incluye restricciones mucho
más significativas en lo que se refiere al Gobierno
central. El federalismo otorga a las provincias o los Estados su
propia porción de soberanía, una esfera de
autoridad que no puede ser suprimida o alternada unilateralmente
por el Gobierno central. Esto obedece a que tanto la autoridad
central como la periférica tienen un fundamento
constitucional: es decir, la soberanía está
repartida entre ambas. Una "ley fundamental" reparte el derecho a
redactar leyes y el derecho a imponer éstas entre el
centro y la periferia. Así, en un sistema federal, los
obstáculos para que el Gobierno central actúe en
determinadas esferas pueden ser casi permanentes, siempre y
cuando la opinión
pública no esté tan alborotada y sea tan
poderosa como para abrir el camino a modificaciones
constitucionales. El federalismo fortalece enormemente la
conciencia sobre la posibilidad de que se produzca un conflicto
legítimo en el seno de un sistema
político.

Tres formas de
Estado

Desde su nacimiento formal con el Tratado de Roma de 1957, la
"nueva" Europa se ha venido construyendo en buena medida a
través de una agenda económica. El lenguaje de la
economía ha desplazado al de la política. El
crecimiento económico y la construcción de un mercado único
figuran con mucha más frecuencia en el debate
público que la responsabilidad democrática o la
dispersión del poder. Más recientemente la voluntad
de acelerar la integración ha conducido primero a los
tratados de
Maastricht y Amsterdam y después a la creación de
una moneda única y un Banco Central
Europeo, iniciativas que —de sumárseles otras
relativas a una amplia serie de políticas
comunes europeas— deberían centrar de nuevo el
debate en las cuestiones constitucionales.

Las diferentes formas de Estado están
relacionadas con diferentes tipos de cultura política y de
elites culturales. Y lo que en estos momentos se está
produciendo en Europa es el conflicto entre tres modelos del
Estado, que luchan por convertirse en el modelo de la Comunidad
Europea en su conjunto. Estos modelos son el francés, el
alemán y el británico.

  • Modelo francés: es esencialmente
    burocrático, a pesar de las iniciativas de
    descentralización adoptadas durante la última
    década. El poder del Ejecutivo francés no tiene
    contrapartida real en otros países europeos, por lo
    que en los primeros años de la Quinta República
    se afirmaba a menudo que el Elíseo gobernaba a
    través de los estratos superiores del funcionariado, a
    veces ignorando prácticamente al primer ministro y al
    gabinete, por no mencionar al poder legislativo. Pero incluso
    cuando el presidente y el primer ministro comparten el poder
    Ejecutivo la Constitución confiere una ventaja
    decisiva al Ejecutivo bicéfalo sobre el legislativo y
    sus comités.

Un sistema centralizado como éste introduce un
alto componente de arbitrariedad en la toma de
decisiones, factor que alienta la lucha de intereses y
grupos bien
situados para dar forma a las decisiones de la cúpula. Lo
crucial del modelo francés es que puede ser exportado con
relativa facilidad, ya que es poco más que una
formalización de un proceso centralizado de toma de
decisiones con un mínimo de limitaciones.

  • Modelo alemán: está en el polo
    opuesto del francés. Inspirada en parte por el
    federalismo norteamericano, así como por la diversidad
    de Alemania antes de su unificación bajo Prusia en
    1870, la Constitución alemana se toma grandes
    molestias para establecer diferentes esferas de autoridad y
    proteger a cada una de ellas de las demás. Minimiza el
    riesgo de intromisión por parte del Gobierno federal,
    entre otras cosas, y no la menos importante, por medio de un
    poderoso Tribunal Constitucional. Para los alemanes, por
    tanto, un futuro "federal" significa un futuro con
    limitaciones estrictas al aumento del poder central y la
    adhesión al objetivo del Rechtsstaat, el
    imperio de la ley. En este caso se trata de una
    cuestión de autoridad.

  • El modelo británico: difiere de los
    otros dos. Aparte de no ser federal y de depositar la
    soberanía en la monarquía parlamentaria, sus
    señas de identidad residen en su carácter
    informal, su subordinación al precedente y las
    costumbres. Por decirlo de otra manera, en su carácter
    consuetudinario. A todos los efectos, el sistema
    británico depende de la existencia de una clase
    política diferenciada que acepte implícitamente
    los métodos, si no los objetivos, del gobierno. Se
    trata de un modelo de gobierno esencialmente consensual, que
    hace especial hincapié en el acuerdo y está
    gobernado no tanto por principios formales (como en el caso
    del Rechtsstaat) como por el "sentido común",
    ese término a menudo empleado hasta el abuso en el
    discurso político británico.

La
creación de una clase política
abierta

La elección directa de los europarlamentarios es
en sí una evidencia más del poder de la
Comisión Europea y una burocracia
deficientemente controlada por el Consejo de ministros. Las
relaciones cada vez más significativas entre Bruselas y
los Estados miembros han actuado en favor de los poderes
burocráticos de ambas partes. Como resultado, la
responsabilidad democrática exigible corre el peligro de
convertirse en algo irrelevante en Europa. En muchos Estados la
designación de europarlamentarios ha supuesto una
elección más. Los nombres y personalidades de los
europarlamentarios son en su mayor parte desconocidos, al igual
que el alcance de sus privilegios y sus asignaciones libres de
impuestos. Es
probable que un conocimiento
más generalizado de estas últimas fomentara
precisamente esa impresión de ser gobernado por les
autres
que supuestamente ha de minimizar una clase
política democrática.

No hay alternativa a la existencia de una clase
política o elite para que un Estado-nación, o una
Europa federal, pueda disfrutar de la realidad del autogobierno.
Dicha clase política debe ser la expresión de una
sociedad civil saludable, en la que florecen asociaciones o
grupos de
presión y en la que el hábito de asociarse
actúa, por tanto, como un freno poderoso al poder del
Estado. La piedra angular de toda sociedad civil vigorosa ha de
ser una clase política surgida de un modo moralmente
aceptable que represente las demandas de inteligencia,
la
educación y la prosperidad, además de la
ambición. Sus líderes deben poseer al menos tres
virtudes: sensibilidad ante las necesidades y preferencias
existentes, fortaleza de carácter para discernir vías de
cambio moral y socialmente deseables y capacidad para movilizar
el consenso a través de la formación de la
opinión pública.

No obstante, la ya mencionada influencia de la
economía en el pensamiento político europeo hace
que nos enfrentemos a un terrible inconveniente: entender el
liderazgo democrático de un modo que reduce éste a
que los consumidores opten entre elites en competencia, o lo
eleva a un tipo de civismo que implica una conducta moral
irreprochable. Lo primero es degradante, mientras que lo segundo
plante el peligro de la autocomplacencia.

Una clase política realmente democrática
es aquélla que minimiza la posibilidad de que los
ciudadanos de a pie piensen que la elite política son
les autres, un grupo privilegiado y distante capaz de
manipular la maquinaria del Estado en beneficio propio. Por eso,
a largo plazo, una ciudadanía activa que fomenta la
transferencia de poder del Estado es el único filtro
satisfactorio aplicable a una clase política
democrática.

Europa y el
mercado global

Pese al alto precio que el lenguaje de la
economía ha hecho pagar al debate político, las
consideraciones económicas pueden y deben constituir una
parte importante de todo planteamiento serio acerca de la
integración política europea, sus ventajas y sus
inconvenientes. El desarrollo de un mercado mundial se ha
convertido en una de las verdades aceptadas de nuestro tiempo, en
un cliché.

Desde hace tiempo compiten dos visiones de la
construcción europea: una asociada a Gran Bretaña,
que hace hincapié en la conclusión de un Mercado
Único y en que la integración e interdependencia
económica darán lugar a una Europa pacífica
y próspera; el otro punto de vista, vinculado con Francia
y Alemania, pone mucho más énfasis en la voluntad
política, en la necesidad de construir instituciones
políticas nuevas que salvaguarden los derechos humanos y
promuevan la justicia social en Europa.

La elección radica, por tanto, entre confiar en
que las fuerzas del mercado creen lenta e indirectamente una
identidad europea —lo que podría verse como el
tradicional gradualismo británico, la expresión de
una Constitución no escrita— y un intento más
dirigiste de crear un nuevo orden europeo, incluyendo la
política exterior, la actividad policial interna y los
asuntos militares, así como las relaciones
económicas.

Es evidente que no se trata simplemente de una
polémica sobre el futuro del Estado del bienestar europeo,
con su elevado nivel de protección social y los
consiguientes costes impuestos a los empresarios y a los
contribuyentes. Es también un debate sobre la estrategia que
debe adoptar Europa en futuras negociaciones en torno al comercio
mundial, en particular sobre si Europa puede o debe utilizar las
negociaciones para promocionar los derechos humanos e intentar
mejorar las condiciones laborales en las naciones no europeas,
prohibiendo, por ejemplo, el empleo de mano
de obra infantil. Una vez más, las dos facciones llegan a
conclusiones muy diferentes. En el periodo thatcherista, Gran
Bretaña, que en cierta medida se adhiere a la
posición triunfalista, se mostraba inclinada a confiar en
las disciplinas del libre mercado, la eliminación de las
barreras al comercio, para maximizar la eficiencia y los
beneficios. La Europa continental, por su parte, ha adoptado al
menos ciertos elementos de la teoría
catastrofista, y se ha mostrado plenamente dispuesta a adoptar
medidas proteccionistas para Europa, en forma de, por ejemplo,
una Política Agraria Común.

El ejercicio de las libertades del mercado y el imperio
formal de la ley ofrecen atisbos de una libertad aún
más amplia (de los beneficios que ofrecen la libertad
civil y política) incluso a aquéllos cuyas intuiciones
morales permanecen más firmemente ancladas que las de los
europeos modernos en la familia, la
tribu o la casta. La evidencia histórica sugiere que la
exposición a las relaciones de mercado
sí que pone en marcha un proceso de transformación
difícil de invertir. Pero eso no es lo mismo que suponer
que tal exposición baste por sí sola para llevar
adelante los cambios hasta lograr la instauración de un
orden democrático liberal.

Es también por esto por lo que es inviable el
enfoque gradualista y oblicuo sugerido por los británicos:
la fe en que el mercado se encargue de la tarea
democratizadora.

Europa y Estados
Unidos

Uno de los rasgos más sorprendentes del clima de
opinión posterior a la II Guerra Mundial
ha sido el insistente apoyo de las administ4raciones
estadounidenses y de destacados políticos norteamericanos
a la construcción de una Europa federal, algo parecido a
unos Estados Unidos de
Europa. Podría parecer que es algo que va en contra de los
intereses estadounidenses, sobre todo porque la creación
de un poder hegemónico en Europa podría
contrarrestar y reducir la influencia política y
económica de Estados Unidos en el mundo. ¿Es esto
lo que desean los estadounidenses?

Está claro que es lo que desean los franceses. El
apoyo francés a las disposiciones e iniciativas europeas,
ya sean económicas, diplomáticas o militares, ha
ido siempre acompañado de una argumentación y una
retórica que pretenden dejar claro que Europa sólo
podrá contener la influencia norteamericana si se
organiza. Los franceses quieren que Europa sea un "interlocutor
importante" en el mundo, un protagonista a la altura de Estados
Unidos. El recelo hacia la influencia norteamericana, su
naturaleza e implicaciones, está muy arraigado en Francia,
especial mente en la clase política. Los franceses se han
regodeado en algo que, en ocasiones, se aproxima a una
teoría conspirativa, según la cual, detrás
de casi cualquier iniciativa de la posguerra ven el
interés del capitalismo
estadounidense.

Woodrow Wilson tomó al asalto el continente
europeo en 1919 con su llamamiento para "crear un mundo seguro para la
democracia". Era una proclama que a las sociedades residualmente
aristocráticas de Europa les pareció a la vez
ingenua y turbadora, pero que sigue siendo una cuestión
omnipresente en la política exterior estadounidense. Con
todo, es posible que los europeos lo malinterpreten. En vez de
considerarlo propaganda
agresiva y vulgar, los europeos harían bien en
interpretarlo como una petición de ayuda. El mismo orgullo
que lleva a los estadounidenses a considerar "bendita" su propia
forma de gobierno (y a Estados Unidos el "país de Dios")
puede contribuir a una inseguridad
insidiosa, a la duda sobre si Estados Unidos es el único
paladín adecuado o fiable de la "buena causa" de la
democracia en el mundo. Curiosamente, lo que parece un exceso de
confianza (su evangelismo político) puede enmascarar una
solicitud de apoyo en la tarea de extender la democracia liberal.
Ésa es una interpretación mejor del deseo
estadounidense de que Europa hable con una voz única. Otra
prueba de la búsqueda norteamericana de solidaridad es la
creciente calidez que se ha ido desarrollando en las relaciones
entre Estados Unidos y Alemania, debido a los instintos de un
federalismo compartido.

Tanto en Europa como en Estados Unidos hay una
importante conexión potencial, entre regionalismo y
populismo: el
peligro de que el regionalismo pueda desencadenar en el futuro
presiones democráticas de un tipo indeseable. Es posible
que hayamos topado, al fin, con el motivo más profundo del
apoyo estadounidense a una Europa federal, aunque quizá
sea sólo a medias un motivo consciente. La modestia que
acompaña al proceso de autogobierno puede haber
contribuido al entusiasmo por una Europa federal especialmente
entre los miembros de la clase política
estadounidense.

Las mentes más sutiles de América
(Hamilton, Madison y Jefferson) reconocieron la fragilidad de
la empresa del
autogobierno y la persistencia del riesgo de que la democracia
liberal dé paso a una forma mucho más peligrosa y
vulgar de democracia, una democracia plebiscitaria o populista.
Dos cosas han frenado ese deslizamiento hacia el populismo en
Estados Unidos. La primera ha sido el papel de la abogacía
como clase en el sistema político y los partidos. La
ubicuidad de la formación en leyes y el modo en que esa
educación
constituye una base para hacer carrera, no sólo en la
judicatura y la política, sino también en el
comercio, la industria y la
banca, han
fortalecido enormemente las normas constitucionales y la
práctica del control judicial.
Así pues, los mecanismos formales por los que el
funcionamiento del principio de la mayoría se ha visto
restringido en el federalismo estadounidense (especialmente la
Declaración de Derechos) han quedado reforzados por el
papel dominante de los abogados en las elites políticas y
económicas. Ese dominio ha dado
forma a la cultura política basada en los derechos de
Estados Unidos.

La segunda condición ha sido la gran influencia
que sobre el sistema político estadounidense tiene lo que
sus antagonistas denominan el "establishment del
nordeste".

La mejor manera de salvaguardar la calidad de las
relaciones entre Estados Unidos y Europa es el idealismo
político. Corresponde a ambas partes clarificar en mayor
medida una herencia moral
compartida, el núcleo de intuiciones morales que cimientan
la democracia liberal. La única forma de imperialismo
occidental que sigue siendo legítima es la
ideológica. Seremos juzgados por neutras convicciones y
por nuestra determinación a la hora de actuar de acuerdo
con ellas. Dado que, dentro de ciertos límites,
dichas convicciones requieren una actitud
tolerante hacia conductas que no aprobamos, son más
complejas en su aplicación a una sociedad cualquiera que
los códigos meramente ligados a unas normas. Estas
convicciones son lo que distingue a la democracia liberal
occidental de las sociedades tradicionales, así como de la
democracia populista o el utilitarismo vulgar. Es por eso por lo
que lo "liberal" y lo "democrático" tienen el mismo peso
en la definición que los estadounidenses y los europeos
hacen de sí mismos. Si hemos de ser fieles a las
intuiciones morales de nuestra tradición y ofrecer un
modelo atractivo al resto del mundo, primero tendremos que
superar un malentendido muy extendido sobre la naturaleza y el
desarrollo de nuestra propia tradición. Sólo esa
combinación puede generar esa cultura del consenso, el
motivo último y más sólidamente basado que
Occidente puede aducir para considerar superior a su
civilización.

Europa, la
Cristiandad y el Islam

Europa sólo puede hacer lo que debiera por
sí misma y por el resto del mundo si se siente segura de
su propia identidad. Preguntarse por la identidad moral de Europa
no es, por tanto, algo secundario ni una reflexión a
posteriori. Porque a menos que el proceso de integración
europea esté presidido por una identidad coherente,
más pronto o más tarde estará abocado al
desastre. Los hábitos y actitudes necesarios para
sustentar nuevas instituciones europeas dependen, en
última instancia, de ciertas creencias
compartidas.

Existen dos motivos por los que los europeos nos
cerramos a reconocer nuestros orígenes. El primero es la
ilógica supervivencia del anticlericalismo en Europa. El
otro es un fenómeno más reciente, el desarrollo del
punto de vista descrito como "multiculturalismo". Incluso en Estados Unidos, la
perspectiva multicultural, transformada en arma política
por minorías cada vez más confiadas, empieza a
desdibujar la comprensión que de sí mismo tiene el
liberalismo norteamericano.

Para comprender la evolución de la sociedad occidental hemos
de volver a los derechos naturales de los individuos y a la
igualdad.

En el mundo antiguo, al considerar tanto la idea como la
práctica de la democracia descubrimos que estaban
íntimamente vinculadas con la asunción de la
desigualdad "natural", es decir, a la convicción de que
hay diferencias de posición irreductibles. La igualdad
tampoco estaba presente en el judaísmo, sino que fue el
Cristianismo
quien hizo posible esta revolución
moral, ya que suministró los fundamentos de la democracia
moderna, creando un estatus moral para los individuos (el de
hijos de Dios) que se tradujo finalmente a una posición o
función social.

El Cristianismo trajo consigo la llamada
Constitución original de Europa: el fundamento ofrecido
por las normas igualitarias de la moralizad cristiana, con sus
implicaciones respecto al papel de la conciencia y de una esfera
privada. Esto difería del fundamento de la mayoría
de las sociedades humanas ya desde el principio, porque su
perspectiva era universalita.

La Constitución original europea nunca fue
particularista. La Iglesia romana, sus doctrinas y
enseñanzas, lo impedían. Las controversias y luchas
en torno a las tomas de posesión, en torno a las
relaciones entre las autoridades religiosas y seglares y el papel
de la ley moral que marcaron la Europa medieval fueron
síntomas de esta distinción. Por supuesto esta
constitución tampoco fue escrita.

Es relevante considerar el Islam en Europa.
El futuro de nuestro continente está íntimamente
vinculado al futuro de la religión musulmana.
Esto no se debe sólo a las grandes comunidades
islámicas que se han desarrollado en los Estados europeos,
sino también a la posibilidad de que las naciones del
norte de África y
de Oriente Medio puedan algún día verse dominadas
por el fundamento islámico. En nuestros días hay
una desesperada necesidad de comprender la naturaleza de este
fundamentalismo, porque las relaciones exteriores de una Europa
unificada podrían fácilmente convertirse en rehenes
de ese movimiento
religioso extremista.

El Islam, como el cristianismo, está formulado en
un lenguaje universalista. Sin embargo, hace hincapié en
la "igual sumisión" de los creyentes a la voluntad de
Alá, más que en la "igual libertad" bajo el dios
cristiano.

Esto suministra la clave para entender el
fundamentalismo islámico: se trata de una reacción
contra el liberalismo occidental derivada del hecho de que,
detrás del liberalismo, el Islam percibe la mano del
cristianismo. En cierto sentido, los musulmanes
están mejor situados que los europeos para percibir la
conexión entre el énfasis cristiano en la
conciencia individual y el compromiso moderno con la libertad
económica, política y social.

Aunque los estados europeos se definen como laicos,
pasan por alto que su estructura se basa en el
cristianismo.

Posiblemente la clave para conciliar ambas culturas
esté en comprender o aceptar la conexión o igualdad
moral y la demanda de igual libertad para todos. En caso
contrario, el fundamento moral de la sociedad democrática
y el gobierno representativo queda incompleto. Es por eso que el
futuro de las sociedades islámicas es a la vez fascinante
y preocupante. Parece probable que las dificultades a las que se
han enfrentado repetidas veces las naciones islámicas al
intentar instaurar un gobierno representativo (instituciones
realmente libres) deriven en última instancia de una causa
moral similar. Cuando se niega la conexión entre la
igualdad moral y la igualdad en la libertad, no es posible
distinguir claramente entre la mera conformidad del comportamiento
y la conducta genuinamente moral. Esta confusión, a su
vez, siembra la semilla de la tiranía.

El triunfo de Europa ha sido la creación y la
defensa, al menos intermitente, de esa distinción. La
futura influencia de Europa en el mundo (así como su
capacidad de crear instituciones paneuropeas libres)
dependerá de que tome mayor conciencia de esa herencia
moral.

La
moderación política y la diversidad social en
Europa: el futuro

Las diferentes formas de Estado han dado lugar a
diferentes culturas políticas en Europa. La
cuestión a la que se enfrenta ahora Europa es si estas
culturas pueden combinarse con éxito y, caso de ser
así, a qué velocidad. Si
se acelera la integración, se ciernen en el horizonte dos
grandes amenazas. La primera, política, es una amenaza
para la moderación en Europa. La segunda, social, es una
amenaza para la diversidad europea, lo que en ocasiones ha sido
descrito como la perspectiva de una
"americanización".

Desde los primeros pasos dados tras la guerra hacia una
mayor cooperación militar, económica y
política en Europa occidental, hay quien ha argumentado
que el objetivo debiera ser un Estado federal, unos Estados
Unidos de Europa. Pero sólo desde mediados de la
década de 1980 han empezado realmente a plantear serias
dudas acerca del futuro del Estado-nación, tal y como lo
conocemos, los acontecimientos en la Unión Europea. Estas
dudas no son únicamente resultado del impacto acumulativo
de las disposiciones impuestas por Bruselas a los
Estados-nación. Son, sobre todo, consecuencia del impulso
hacia la unión monetaria y de una política exterior
y de defensa única para Europa. Son los franceses quienes
se han puesto a la cabeza de esta orientación.

Desde mediados de la década de 1980 Europa se ha
visto impulsada hacia un Estado federal por una clase
política nacional que en realidad no admira ni persigue
los valores
intrínsecos del federalismo: la dispersión formal
de la autoridad y el poder, los frenos y contrapesos y la
maximización de la participación popular en el
proceso político. Tras la demanda francesa de un control
político sobre el nuevo Banco Central Europeo acecha en
realidad un modelo unitario del Estado, una concentración
de la autoridad y el poder que es anatema para los valores del
federalismo.

Es cierto que algunas naciones europeas, como Holanda o
Alemania, siguen hablando un lenguaje federalismo "más
puro", pero ese lenguaje ya no convence a Europa. La
opinión pública, confusa por la velocidad con la
que está siendo impuesta la unión monetaria e
insegura respecto a las implicaciones de ésta, tiene la
creciente sensación de que las elites europeas la han
dejado muy rezagada en la consecución de este nuevo
proyecto, y de que el poder en Europa será centralizado.
Ha nacido, pues, un nuevo tipo de historicismo o de doctrina de
la inevitabilidad histórica.

Por eso está desapareciendo ahora el idealismo
asociado a la construcción europea durante la mayor parte
del periodo de posguerra. De una forma u otra, el idealismo
estaba probablemente abocado a sufrir algún tipo de
crisis. De hecho, las elites europeas actuales corren el riesgo
de generar una profunda crisis moral e institucional que
podría poner en tela de juicio incluso la propia identidad
de Europa.

Europa corre el riesgo de ver cómo la
perversión del sistema de mercado se transforma en un
problema grave. En la medida en que se perciba que acepta la
tiranía de las categorías económicas, la
democracia liberal europea arriesgará sus propias
credenciales. Empezará a asemejarse a la delgada veladura
sobre otras fuerzas más siniestras que el marxismo
siempre proclamó que era. Entonces quedará abierto
el camino para que movimientos extremistas de la derecha y de la
izquierda se apropien de la etiqueta de "demócratas" y la
empleen para sus propios fines.

El riesgo de un federalismo prematuro en Europa es que
puede poner en peligro las complejas texturas de las sociedades
europeas. Esas texturas se han desarrollado en asociación
con Estados-nación concretos que contaban con culturas
políticas distintivas. No está en absoluta claro
que puedan soportar durante mucho tiempo la subordinación
repentina de esos Estados a un agente legislador central que
ajusta su actividad al nivel de un denominador común.
Europa podría perder de pronto una buena parte de su
propia historia. O,
más bien, podría quedar lastrada por los
inconvenientes de su historia, un residuo de rencores de clase,
sin las ventajas que representa el pluralismo.

Sin embargo, el atractivo del federalismo, por lo que a
Europa se refiere, es que permitirá la supervivencia de
esas culturas políticas nacionales y formas de
espíritu cívico diferentes. Pero eso sólo
será así si el acercamiento al federalismo es
gradual. Uno de los requisitos previos para el éxito del
federalismo es un consenso sobre qué áreas de la
toma de decisiones corresponden al centro y cuáles deben
quedar reservadas a la periferia. En la actualidad no existe ese
consenso en Europa.

No se trata de una tarea de unos cuantos años,
sino de décadas, probablemente de generaciones. El
federalismo es el objetivo adecuado para Europa, pero Europa no
está aún preparada para el federalismo.

Conclusión

Escogí este libro porque
me interesa mucho el proceso de unificación de Europa.
Estoy de acuerdo con el autor en los aspectos relativos a la
necesidad del federalismo en ese nuevo Estado que será
nuestro continente.

Este libro ha vaticinado el fracaso sufrido por las
elites europeas tras los respectivos referendos para ratificar la
Constitución Europea. Está claro que Siedentop ha
acertado en su análisis, pues después del "no" a
la Carta Magna
es bastante evidente la pasividad de los europeos ante su propio
futuro como comunidad.

Es también cierto que los políticos se
están torciendo ante posiciones extremistas, sobre todo
desde el creciente temor a la población musulmana provocado por los
atentados de Nueva York, Madrid y
Londres. También influirá desde este año el
vandalismo sufrido en Francia por parte de jóvenes
inmigrantes. La candidatura de Le Pen a las pasadas elecciones
francesas es una prueba de este giro extremista de los
europeos.

En mi opinión es necesario regresar al
constitucionalismo europeo, tratando de que la Carta Magna
contenga de verdad todas las garantías de que los
gobiernos propios de cada país no van a hacer un abuso de
su poder y, a su vez, no van a perder
autonomía.

Estados Unidos tiene, a mi parecer, demasiada
inviolabilidad en el mundo, incluso dentro de la ONU, por lo que
será necesaria una Unión Europea que sirva de
equilibrio
ante las políticas imperialistas occidentales y que frente
a Estados Unidos sus crecientes intenciones bélicas
disfrazadas de democracia con aquellos países sin recursos que
contienen el ansiado petróleo y se resisten a la
hegemonía norteamericana.

SIEDENTOP, Larry: "La democracia en Europa". Ed.
Siglo Veintiuno de España
Editores.

 

 

 

 

 

Autor:

Aida A.

Partes: 1, 2
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